Minimalismo existencial en Little Corn Island
De cuando me obsesioné por visitar Nicaragua y encontré el paraíso hecho isla
Cada cierto tiempo aparece en Instagram el típico reto o plantilla de stories que te invita a hacer inventario de todos los países que has visitado en tu vida. Una competición absurda para demostrar vete tú a saber qué y ascender en el Linkedin del viajero. Las medallas.
No voy a negar que, a veces, también yo caigo en ese recuento. Me gusta repasar mentalmente dónde he estado y todo lo que en aquel lugar sucedió, pero me lo guardo para mí o como recordatorio para mis escritos. Me gusta viajar con la mente y reencontrarme con ciertos lugares, así que hoy tampoco será el día en el que comparta esa cifra que, por supuesto, he vuelto a comprobar. Y no falla - de ahí esta postal-, siempre hay un país cuya presencia en la lista me sorprende. Siempre el mismo.
Nicaragua.
Me pregunto en qué estaba pensando en 2016 para que se convirtiese en una auténtica obsesión.
Nueve años después sigo sin entenderlo, aunque podría inventarme muchas excusas o justificaciones. No fue un buen año para mí emocionalmente, aunque sí un año en el que todo comenzó a transformarse y pasé de querer volver a Filipinas e instalarme durante meses en una cabaña del todavía no explotado El Nido a escaparme medio atormentada y quebrada a Nicaragua. También algo ilusionada, aunque la Laura de entonces no era consciente.
Solo fue un buen viaje al final del trayecto, cuando me quedé sola. Las dos primeras semanas las compartí con una amiga viajera que, al igual que había hecho yo un año atrás, había dejado el trabajo para viajar por el mundo. Nos encontramos en León tras la brillante idea - nunca más- de compartir tres horas de carretera y lluvia con un desconocido con el que compartí taxi en el aeropuerto. Tampoco sé en que estaba pensando entonces para subirme a su coche. Reconozco que pasé miedo.
No conecté ni con mi amiga ni con las ciudades del país ni con su gente. En defensa de todo ello reconozco que no era mi mejor momento, pero aun así, no me sentí a gusto o segura. El ambiente ya se intuía políticamente complicado para entonces. Los días pasaron, aluciné con el volcán Masaya y poco más… hasta que una isla, no podía ser de otra manera, se cruzó en mi trayecto y aterricé en Little Corn Islan.
La postal de hoy y de aquel viaje.
Hoy me pierdo recordando una isla en la que pensé en quedarme un tiempo y desaparecer. La isla contaba entonces con una calle principal junto al destartalado muelle con varios restaurantes de expatriados. Americanos y franceses, especialmente. Si seguías el camino hacia la izquierda, además de un campo de fútbol, encontrabas el lugar en el que vivían los autóctonos, que apenas se relacionaban con los extranjeros. Tampoco los extranjeros con ellos. Decían que era peligroso acercase a aquel lugar por la noche. Lo desconocido siempre lo es, aunque me pregunto si más que peligroso, no resultaba molesto para los extranjeros en su pequeña réplica del paraíso y si simplemente no eran bien recibidos por los locales, apartados de casi todo lo que era suyo.
Reconozco que tampoco yo me adentré en exceso en aquella zona, aunque había que cruzarla para llegar a una zona de cabañas regentadas por unos gemelos franceses -y qué gemelos- y a la playa más tranquila de una isla minúscula e invadida por la selva. En el bar de aquella playa descubrí la magia del agua de coco para las resacas y para cualquier otro mal del cuerpo, los tacos de langosta recién pescada y el flow caribeño.
No había nada que hacer, pero lo era todo. Ensoñación, salitre, coco y pescado. Rones y conversaciones nocturnas. Desconexión máxima y real. Suena a tópico, pero no lo es del todo. La isla se quedaba sin electricidad entre las 6 y las 15 h. Todos los días, así que realmente no había manera de conectarse con el exterior ni de hacer gran cosa. Dejar pasar el tiempo, leer y compartir con las pocas personas que allí estábamos.
Minimalismo existencial.
Creo que por eso me sentí tan a gusto allí, aislada e islada después de unos meses muy intensos y desubicados. Tanto que retrasé un día la salida de la isla y casi no llego al vuelo de regreso en el que, como siempre me sucedía por aquel entonces, me puse mala. Tengo la teoría de que mi cuerpo se rebelaba cada vez que tocaba volver a casa y no quería.
No creo que hoy en día sean buenos tiempos para visitar Nicaragua, pero por si hay alguna valiente en la sala aquí os dejo la ruta que yo hice hace nueve años: León-Cerro Negor-Masaya-Granada-Ometepe-San Juan del Sur-Little Corn Islanda-Granada (para evitar la capital Managua) y Barcelona vía Miami.
El estilo colonial de Granada, el rugido de la lava del volcán Masaya y el minimalismo existencia y caribeño de Little Corn Island fueron lo mejor del viaje. También me tiré sobre un trineo (o table de madera) por la ladera de un volcán, pero no es una experiencia que recomiende. La Laura de ahora, sin duda, no lo haría. Como tantas otras cosas.
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¡Gracias por estar al otro lado!
L.-